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La fiesta de un arqueólogo

Por Roberto Echen

Texto Curatorial, Barro Memorioso 2015 / 2017

Hace algunas décadas Foucault (1) opuso la arqueología a la historia –tal vez obsesionado con los problemas planteados por el inevitable Borges– que en La arqueología del saber deviene no solamente pensar la arqueología de las construcciones epistémicas sino que –de rebote– coloca un pensar como arqueología.

Por supuesto.

Foucault está pensando en el momento en que la modernidad está yendo hacia su post.

También el arte.

Encontrarse con su pasado (no como reelaboración radical). Cuando lo nuevo deja de ser categoría para la valoración de la “obra de arte”, el arte va a encontrar en la operación de visitar los caminos transitados la (paradójica, quizás) novedad del pasado.

Claro que visitar significa aquí ese trabajo de exploración, ese encuentro desde lugares que ponen en juego toda una historia de la “verdad de los hechos” desde el lugar de su actualización recordada, de una memoria que se hace aquí y ahora como recuerdo.

Una arqueología.

Los archivos de memoria no son materia coherente ni organizada según principios matemáticos claros ni según diseños orgánicos de funcionamiento.

La memoria juega –empieza a jugar (la percepción también)– con los “hechos” sabiendo que no son otra cosa que (Nietzche lo supo desde el vamos) actualización permanente de una construcción que obtiene su verdad no desde una supuesta objetividad sino desde su propia construcción subjetivo objetiva.

Los restos viven la vida de los muertos vivos y nos acompañan en los caminos que andamos.

No porque nos hayamos quedado sin futuro. El futuro es posible, sólo que no puede serlo sin la horda de zombies que viven en él.

Andrés Paredes sabe que esta contemporaneidad lo implica y lo involucra.

Por lo tanto.

Sabe que –en algún lugar– esa posibilidad de hacer arte en la contemporaneidad lo compromete con su biografía. En tanto “su” biografía (lo auto de la biografía) no le pertenece de manera unívoca, sino que conlleva la construcción colectiva constitutiva de toda arqueología.

Y más aun cuando la arqueología se cruza inevitablemente con la genealogía. No sólo la de una experimentación con el propio campo que lo lleva a lugares en que la genealogía se hace inevitable sino desde la acepción que lleva a ese término al espacio de la formación familiar (con todo lo que pueda significar un término como este).

El barro.

Material a primera vista sin memoria –que se desintegra fácil y rápidamente– deviene en el depositario privilegiado de capas de memorias que se mezclan y se cruzan en la tierra con agua que las construye en el acto mismo de recordarlas.

Archivo sin catálogo de un mundo que emerge pasado en el momento en que el barro lo presentifica, en esa representación que nos lleva a otro tiempo sin dejar de estar ahora, aquí: viaje en el tiempo sin salirnos del presente, con la única máquina del tiempo que es este dispositivo en que el barro nos transporta plácidamente hacia otros mundos que desde el pasado vienen para hacernos saber que no se habían ido, que estaban allí, siempre y cuando alguien lograra dar forma a ese barro que –a partir de ese gesto y sólo a partir de él– los contenía.

Por supuesto.

No es la puesta en escena de un mundo pasado, no se trata de mostrarnos dinosaurios (de paso, Paredes no nos muestra dinosaurios) “como si” estuvieran aquí moviéndose en su hábitat (no es un museo de ciencias o una película que apuesta a que creamos estar ahí) sino una posible escena contemporánea de algo que ocurrió hace tanto como queramos, los restos como escritura que nos escribe desde la escritura de nuestra posibilidad de memoria.

Meterse en la escena (que aquí es literal, en tanto para ver qué ocurre en el interior de este paisaje espectral, residual, hay que meterse) no significa creer estar allí (no hay mímesis en este mundo que – sin embargo– se construye con elementos miméticos) sino saber que viene de otro lado y –a pesar o justamente por eso– desde un lugar tan interno como externo: la memoria.

Doblemente en este caso.

Porque de lo que se trata es de que –en algún momento– lo que recordamos es la mezcla (el barro) de una memoria (la que pretendemos creer que es propia) con otra (que nos gustaría decir –aunque sabemos que, en definitiva, no estamos seguros– que es la del autor, un tal Andrés Paredes).

Es la fiesta de un arqueólogo.

Cosa que no podría ocurrir (seguramente) si esa arqueología no fuera –en el mismo momento de producirse– arte.
 

(1)Por supuesto no estaba solo y, además, tenía a sus espaldas algunos insignes pensadores anómalos de una historia anómala como Warburg y Benjamin, pero, sobre todo, a Nietzche.

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