Reseña Libro Andres Paredes
Por Anabella Monteleone
Revista academica Eikon Imago, Universidad Complutense de Madrid
“La tristeza era la forma y la felicidad, el contenido. La felicidad llenaba el espacio de la tristeza” pensaba Teresa en “La insoportable levedad del ser” en el momento en que Tomás accionó el interruptor de la luz de la habitación y una mariposa nocturna voló espantada por el fulgor. Cuerpo de una liviandad inaguantable, la mariposa, en un viaje imaginario, podría haberse desplazado por el aire oceánico y llegar hasta una lápida en Buenos Aires para descargar esa pena que hizo suya y descansar entre sus pares.La tumba era de barro crudo. En la base, un conjunto de esculturas menores realizadas con el mismo material contactaba con la tierra y custodiaba un epitafio que condensaba la historia del memento mori con una inconfundible afirmación: “yo estaba aquí de paso”. En la cima del tótem, y salpicando su cuerpo como manchas azules, mariposas disecadas acompañaban la ceremonia aunándose con la imagen de Kundera y haciéndose eco de la fragilidad de la existencia.
El menhir en cuestión era una pieza artística que fue recogida en Andrés Paredes, un libro que no es sobre la muerte y, sin embargo, la lleva entre sus hojas como nosotros en los huesos. Con vocación monográfica, el texto recurre a la voz del propio artista y a la de la especialista en arte Ana Martínez Quijano, para dar cuenta de la trayectoria del artista argentino oriundo de la provincia de Misiones. El recorrido, que abarca dieciséis años de carrera, comienza en el año 2003 y llega hasta la producción del año 2019 mediante un registro fotográfico de las diferentes técnicas y lenguajes usados por Paredes como estrategia discursiva. Papeles calados, instalaciones, y objetos escultóricos exploran el paisaje natural, tema central de su obra, desde una perspectiva conceptual que indaga sobre las transformaciones de los cuerpos vivos como parte de un movimiento perenne.
Las más de doscientas páginas que integran la publicación se organizan en dieciocho capítulos coincidentes con títulos de sus series o exposiciones más destacadas, todas las cuales registran un ritmo oscilante entre un pasado auto referencial y una indagación sobre la muerte como parte fundamental del ciclo vital y no como su fin.
Resulta particularmente interesante la presentación del índice. Una fotografía a doble página, recurso de frecuente aparición en el libro, muestra la silueta del artista en un contraluz que descansa sobre un ocaso acelerado del que se descuelgan las letras blancas que articulan el contenido. La lápida a la que hacíamos referencia al comienzo de estas líneas, realizada en el año 2018 y cuyo título original era “Menhir efímero y mortuorio”, no es la última de las dieciocho segmentaciones temáticas sino la número catorce, aludiendo a la muerte como una posible aunque inefable transformación, y eludiendo su captación como fatalismo por segunda vez, puesto que el nombre de la tumba era el suyo propio: quien afirmaba que estaba de paso, quien dejaba un testimonio de barro coronado de mariposas disecadas, dueñas de una belleza congelada, era el mismo Andrés Paredes, nacido en 1979 y fallecido en un 2058 convocado antes de tiempo. Una cronología colapsada, un sepulturero sepultado, etc. La muerte, entonces, como paso. Como abismo que permite mutar, como reconciliación con la parte natural, profundamente humoral que es propia del hombre inmerso en una fuerza orgánica que lo recibe nuevamente en su cadencia infinita. Andrés Paredes anunció su muerte a los setenta y nueve años estando vivo a los cuarenta.
El libro no trata de la muerte, decíamos antes, y sin embargo es necesario un matiz. Advertíamos que ella se esconde entre las hojas. Se la percibe en secciones como “Antes de que llegue la noche”, “Temporal” u “Orquídea eterna”. Se descubre en “Barro memorioso”, “Memento mori” y “Menhir”, catalizador de una autoficción sensible que ve a la muerte con intriga más que con terror.
El punto es interesante porque, además, conecta con lo que autores como Timotheus Vermeulen y Robin van den Akker analizan como una nueva estructura del sentimiento emergente en una sensibilidad del siglo XXI que resignifica lo sublime y revive nociones románticas, y a la que ellos denominan “Metamodernidad”. En efecto, tal resignificación podría advertirse en la gestualidad de adueñarse del momento liminal de la existencia en un suicidio proyectado pero no concretado, como una apuesta al destino sin que quien la juega quiera necesariamente ganarla. Ya no existe el terror frente a lo inconmensurable planteado por Burke, aunque sí el displacer kantiano que libera al ánimo de su suspensión con ayuda de la razón ligada a la imaginación. Placer negativo frente a una tumba que es espejo certero de lo que vendrá.
Mirada lúcida sobre un futuro que ya no se sustenta en las promesas modernas de progreso indefinido. Intuición sobre la necesidad de darse un propósito a sabiendas de que éste no es más que una construcción que impulsa el avance pero que no debe guiar a la fascinación. La tumba de Paredes es una suerte de “Et in Arcadia Ego”, sólo que ya no hay idealización del entorno sino reencuentro con una naturaleza que no funciona más como contrapunto de cultura sino como origen y destino. Polvo al polvo. El libro también hace propia otra de las incipientes características metamodernas: la re estetización del arte entendida como vuelta a una dimensión sensible que no abandona lo conceptual, pero que sabe sostenerse en lo
sensorial. El corpus de Andrés Paredes implica una labor de artesano, un homenaje a la técnica y un tributo al saber manual que devienen un auténtico tour de force en el sentido explicitado por Theodor Adorno. Una de las numerosas fotografías que componen la publicación es elocuente: en un fondo blanco, incierto, una mano rústica, manchada por el hacer, desciende desde el límite superior para posar una mariposa cuyas patas apenas rozan el suelo. Leves, pero firmes, ellas soportarán el peso del cuerpo una vez éste sea dejado por ese demiurgo de ocasión. En la página siguiente la mariposa, que adivinamos la misma, se nos muestra de frente, libre de su creador en la inmensidad blanca. Pero hay un ritmo que falta y que, reparamos, no responde a una limitación del dispositivo fotográfico. Es la muerte la que vibra en esa quietud ominosa, y se replica en las piezas que juegan con la taxidermia como retórica de un detritus contenido por un artificio que se anuncia a sí mismo. La publicación termina con la biografía del autor, como si terminar fuese el comienzo, del mismo modo que la larva termina donde nace el insecto. Andrés Paredes no es un libro sobre la muerte, pero no es tampoco simplemente un testimonio de parte de una trayectoria artística. Parece ser una reflexión sobre ese tiempo siempre en fuga que se escurre como arena, y que acompañará al sujeto hasta una última cita en Samarra, esté ella junto al Tigris o en un rincón de Buenos Aires.